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El concepto de Inteligencia Emocional
ha llegado a prácticamente todos los rincones de nuestro planeta, en
forma de tiras cómicas, programas educativos, juguetes que dicen
contribuir a su desarrollo o anuncios clasificados de personas que
afirman buscarla en sus parejas. Incluso la UNESCO puso en marcha una
iniciativa mundial en 2002, y remitió a los ministros de educación de
140 países una declaración con los 10 principios básicos imprescindibles
para poner en marcha programas de aprendizaje social y emocional.
El mundo empresarial no ha sido ajeno a esta tendencia y ha
encontrado en la inteligencia emocional una herramienta inestimable para
comprender la productividad laboral de las personas, el éxito de las
empresas, los requerimientos del liderazgo y hasta la prevención de los
desastres corporativos. No en vano, la Harvard Business Review ha llegado a calificar a la inteligencia emocional como un concepto revolucionario, una noción arrolladora, una de las ideas más influyentes de la década
en el mundo empresarial. Revelando de forma esclarecedora el valor
subestimado de la misma, la directora de investigación de un head hunter ha puesto de relieve que los
CEO son contratados por su capacidad intelectual y su experiencia
comercial y despedidos por su falta de inteligencia emocional.
Sorprendido ante el efecto devastador de los arrebatos
emocionales y consciente, al mismo tiempo, de que los tests de
coeficiente intelectual no arrojaban excesiva luz sobre el desempeño de
una persona en sus actividades académicas, profesionales o personales,
Daniel Goleman ha intentado desentrañar qué factores determinan las
marcadas diferencias que existen, por ejemplo, entre un trabajador
“estrella” y cualquier otro ubicado en un punto medio, o entre un
psicópata asocial y un líder carismático.
Su tesis defiende que, con mucha frecuencia, la diferencia
radica en ese conjunto de habilidades que ha llamado “inteligencia
emocional”, entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la
empatía, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. Si
bien una parte de estas habilidades pueden venir configuradas en nuestro
equipaje genético, y otras tantas se moldean durante los primeros años
de vida, la evidencia respaldada por abundantes investigaciones
demuestra que las habilidades emocionales son susceptibles de aprenderse
y perfeccionarse a lo largo de la vida, si para ello se utilizan los
métodos adecuados.
El diseño biológico que rige nuestro espectro emocional no
lleva cinco ni cincuenta generaciones evolucionando; se trata de un
sistema que está presente en nosotros desde hace más de cincuenta mil
generaciones y que ha contribuido, con demostrado éxito, a nuestra
supervivencia como especie. Por ello, no hay que sorprenderse si en
muchas ocasiones, frente a los complejos retos que nos presenta el mundo
contemporáneo, respondamos instintivamente con recursos emocionales
adaptados a las necesidades del Pleistoceno.
En esencia, toda emoción constituye un impulso que nos
moviliza a la acción. La propia raíz etimológica de la palabra da cuenta
de ello, pues el latín movere significa moverse y el prefijo e
denota un objetivo. La emoción, entonces, desde el plano semántico,
significa “movimiento hacia”, y basta con observar a los animales o a
los niños pequeños para encontrar la forma en que las emociones los
dirigen hacia una acción determinada, que puede ser huir, chillar o
recogerse sobre sí mismos. Cada uno de nosotros viene equipado con unos
programas de reacción automática o una serie de predisposiciones
biológicas a la acción. Sin embargo, nuestras experiencias vitales y el
medio en el cual nos haya tocado vivir irán moldeando con los años ese
equipaje genético para definir nuestras respuestas y manifestaciones
ante los estímulos emocionales que encontramos.
Un par de décadas atrás, la ciencia psicológica sabía muy
poco, si es que algo sabía, sobre los mecanismos de la emoción. Pero
recientemente, y con ayuda de nuevos medios tecnológicos, se ha ido
esclareciendo por vez primera el misterioso y oscuro panorama de aquello
que sucede en nuestro organismo mientras pensamos, sentimos, imaginamos
o soñamos. Gracias al escáner cerebral se ha podido ir desvelando el
funcionamiento de nuestros cerebros y, de esta manera, la ciencia cuenta
con una poderosa herramienta para hablar de los enigmas del corazón e
intentar dar razón de los aspectos más irracionales del psiquismo.
Alrededor del tallo encefálico, que constituye la región más
primitiva de nuestro cerebro y que regula las funciones básicas como la
respiración o el metabolismo, se fue configurando el sistema límbico,
que aporta las emociones al repertorio de respuestas cerebrales. Gracias
a éste, nuestros primeros ancestros pudieron ir ajustando sus acciones
para adaptarse a las exigencias de un entorno cambiante. Así, fueron
desarrollando la capacidad de identificar los peligros, temerlos y
evitarlos. La evolución del sistema límbico estuvo, por tanto, aparejada
al desarrollo de dos potentes herramientas: la memoria y el
aprendizaje.
En esta región cerebral se ubica la amígdala, que tiene la
forma de una almendra y que, de hecho, recibe su nombre del vocablo
griego que denomina a esta última. Se trata de una estructura pequeña,
aunque bastante grande en comparación con la de nuestros parientes
evolutivos, en la que se depositan nuestros recuerdos emocionales y que,
por ello mismo, nos permite otorgarle significado a la vida. Sin ella,
nos resultaría imposible reconocer las cosas que ya hemos visto y
atribuirles algún valor.
Sobre esta base cerebral en la que se asientan las emociones,
fue creándose hace unos cien millones de años el neocórtex: la región
cerebral que nos diferencia de todas las demás especies y en la que
reposa todo lo característicamente humano. El pensamiento, la reflexión
sobre los sentimientos, la comprensión de símbolos, el arte, la cultura y
la civilización encuentran su origen en este esponjoso reducto de
tejidos neuronales. Al ofrecernos la posibilidad de planificar a largo
plazo y desarrollar otras estrategias mentales afines, las complejas
estructuras del neocórtex nos permitieron sobrevivir como especie. En
esencia, nuestro cerebro pensante creció y se desarrolló a partir de la
región emocional y estos dos siguen estando estrechamente vinculados por
miles de circuitos neuronales. Estos descubrimientos arrojan muchas
luces sobre la relación íntima entre pensamiento y sentimiento.
La emergencia del neocórtex produjo un sinnúmero de
combinaciones insospechadas y de gran sofisticación en el plano
emocional, pues su interacción con el sistema límbico nos permitió
ampliar nuestro abanico de reacciones ante los estímulos emocionales y
así, por ejemplo, ante el temor, que lleva a los demás animales a huir o
a defenderse, los seres humanos podemos optar por llamar a la policía,
realizar una sesión de meditación trascendental o sentarnos a ver una
comedia ligera. Asimismo, con el neocórtex emergió en nosotros la
capacidad de tener sentimientos sobre nuestros sentimientos, inducir
emociones o inhibir las pasiones.
Orgullosos de nuestra capacidad para controlar nuestras
emociones, hemos caído en la trampa de creer que nuestra racionalidad
prima sobre nuestros sentimientos y que a ella podemos atribuirle la
causa de todos nuestros actos. Pero, a diferencia de lo que pensamos,
son muchos los asuntos emocionales que siguen regidos por el sistema
límbico y nuestro cerebro toma decisiones continuamente sin siquiera
consultarlas con los lóbulos frontales y demás zonas analíticas de
nuestro cerebro pensante. Recuerde, simplemente, la última vez en que
perdió usted el control y explotó ante alguien, diciendo cosas que jamás
diría.
Los estudios neurológicos han encontrado que la primera
región cerebral por la que pasan las señales sensoriales procedentes de
los ojos o de los oídos es el tálamo, que se encarga de distribuir los
mensajes a las otras regiones de procesamiento cerebral. Desde allí, las
señales son dirigidas al neocórtex, donde la información es ponderada
mediante diferentes niveles de circuitos cerebrales, para tener una
noción completa de lo que ocurre y finalmente emitir una respuesta
adaptada a la situación. El neocórtex registra y analiza la situación y
acude a los lóbulos prefrontales para comprender y organizar los
estímulos, en orden a ofrecer una respuesta analítica y proporcionada,
enviando luego las señales al sistema límbico para que produzca e
irradie las respuestas hormonales al resto del cuerpo.
Aunque esta es la forma en la que funciona nuestro cerebro la
mayor parte del tiempo, Joseph LeDoux -en su apasionante estudio sobre
la emoción- descubrió que, junto a la larga vía neuronal que va al
córtex, existe una pequeña estructura neuronal que comunica directamente
el tálamo con la amígdala. Esta vía secundaria y más corta, que
constituye una suerte de atajo, permite que la amígdala reciba algunas
señales directamente de los sentidos y dispare una secreción hormonal
que determina nuestro comportamiento, antes de que esas señales hayan
sido registradas por el neocórtex.
El problema que esto puede y suele suscitar consiste en que
la amígdala ofrece respuestas inmediatas que no tienen en cuenta la
situación en toda su complejidad, sino que se limitan a asociarla con
los recuerdos emocionales que guarda almacenados para proveer así la
repuesta que considere adecuada. Si bien esto podría ser determinante
para la supervivencia de nuestros ancestros en situaciones en las que
unas milésimas de segundos significaban la diferencia entre vida o
muerte, en el sofisticado mundo social de hoy en día puede resultar
desproporcionado y hasta catastrófico.
Así, por ejemplo, no es de sorprender que una persona que
haya sufrido un fuerte trauma tras haber sido asediada sexualmente por
un antiguo jefe, tenga una reacción exagerada y violenta cuando se
enfrente a un escenario similar al del ataque o cuando se encuentre con
una superior que le recuerde de alguna forma a su agresor. De hecho, la
situación se hace más compleja si tenemos en cuenta que la mayoría de
los recuerdos emocionales más intensos que están almacenados en la
amígdala proceden de los primeros años de vida, de hechos que no sólo
escapan a nuestro control, sino que ni siquiera entran en el ámbito de
nuestros recuerdos conscientes.
En cada uno de nosotros se solapan dos mentes distintas: una
que piensa y otra que siente. Éstas constituyen dos facultades
relativamente independientes y reflejan el funcionamiento de circuitos
cerebrales diferentes aunque interrelacionados. De hecho, el intelecto
no puede funcionar adecuadamente sin el concurso de la inteligencia
emocional, y la adecuada complementación entre el sistema límbico y el
neocórtex exige la participación armónica de ambas. En muchísimas
ocasiones, estas dos mentes mantienen una adecuada coordinación,
haciendo que los sentimientos condicionen y enriquezcan los pensamientos
y lo mismo a la inversa. Algunas veces, sin embargo, la carga emocional
de un estímulo despierta nuestras pasiones, activando a nivel neuronal
un sistema de reacción de emergencia, capaz de secuestrar a la mente
racional y llevarnos a comportamientos desproporcionados e indeseables,
como cuando un ataque de cólera conduce a un homicidio.
En el funcionamiento de la amígdala y en su interrelación con
el neocórtex se esconde el sustento neurológico de la inteligencia
emocional, entendida, pues, como un conjunto de disposiciones o
habilidades que nos permite, entre otras cosas, tomar las riendas de
nuestros impulsos emocionales, comprender los sentimientos más profundos
de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras relaciones o
dominar esa capacidad que señaló Aristóteles de enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto.
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